sábado, 11 de mayo de 2013

Sonata nº 12, K.332. II: Adagio



Hay regalos que en apariencia son sencillos, que parecen simples justamente porque son espontáneos, porque no cuestan ningún dinero, porque se hacen por hacer, y que casi siempre son mejores que los regalos más caros que se dan solo por convencionalismos.

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Antagonista de la Ciudad Posnuclear
Era 2004 y por primera vez me iba de mi casa tres semanas, a un curso de piano a casi tres mil kilómetros. Estuve en un pueblecito en mitad de la naturaleza. Todo lo que había eran caminos con bosques, con pequeños lagos, heladerías y restaurantes, un par de bares y un pequeñísimo supermercado.
Para el curso, teníamos dos residencias con pianos en cada esquina para que pudiéramos practicar; algunos estaban totalmente desafinados, otros eran pianos blancos en habitaciones llenas de plantas. En general, en el ambiente flotaba una paz ininterrumpida: desayunos copiosos todos juntos, hablando un inglés que nueve años después creo que he perdido; las horas de estudio y preparación de nuestras obras, siempre con compañeros que nos iban dando ideas, trucos y consejos; las clases con profesores espectaculares. Por las noches siempre había algo que hacer. Había una niña de solo once años y un niño que tenía trece, eran los únicos más pequeños que yo. Y si el niño de trece podía salir con los mayores, yo no iba a ser menos. La verdad es que no puedo recordar todo lo que hice a lo largo esas semanas, ha pasado demasiado tiempo, pero sí que recuerdo vagamente subir a mirar las estrellas a una montaña el día de mi santo, y que la gente llevaba cartones de vino y mucha cerveza.

Me hice amiga de unos chicos, todos mayores que yo. No recuerdo sus nombres, el de casi ninguno, es triste que pase el tiempo y se olviden tantas cosas. De esos chicos, unos seis más o menos, había uno que abiertamente "se había enamorado de mí" y así lo hizo saber en la cena de despedida a todo el mundo. El pobre. Un muchachote de dieciocho años que se había pasado toda la vida entre la disyuntiva de la tecla blanca o la negra, pero nada más. Tocaba la Balada 1 de Chopin como nadie, tenía un don especial para la música, todo el mundo lo decía, pero era de esos genios que se quedan atascados en una especie de infancia eterna de la que parece que no van a salir jamás.

Otro se llamaba Olack. Hablaba conmigo y me contaba los problemas que tenía con su novia, de dieciséis años, como él. La quería mucho, sí, pero le faltaba algo. Un día, por la mañana, antes de asistir a una clase maestra de un pianista que compartió un primer premio en Moscú con Richter, este chico y otro se sentaron en sendos Steinway e iniciaron una improvisación jazzística a dos pianos. Todos estábamos boquiabiertos, disfrutando por completo de esa música, hasta que ese viejito de más de ochenta años apareció con su bastón, se paró en seco delante de los pianos, carraspeó y los dos muchachos se levantaron de los pianos y se volvieron a sentar.

Hubo una noche que hablamos todavía más. Los recuerdos son borrosos, pero sé que nos quedamos paseando solos detrás del grupo. Hablamos de nuestra vida, nuestros gustos y las obras que llevábamos al curso. Nuestra sonata coincidía. El segundo movimiento, Adagio, era el mismo que el que sonaba en los Sims1 cuando ponías la emisora de música clásica en la radio. Yo también llevaba una Sonatina de Antón García Abril con un resquicio de sabor andaluz que por allí llamaba mucho la atención. Nos metimos un bar y la gente fue animándose a tocar en un piano que había y que, al contrario de lo que suele pasar, no era pura decoración, sino que estaba para ser utilizado. Vencí mi vergüenza y toqué mi pequeña Sonatina. Silencio, nadie la conocía.

Una vez que hube vuelto con mi coca-cola a mi sitio, Olack se levantó y dijo que iba a tocar el segundo movimiento de nuestra sonata, "it's for you", dijo mirándome. Pero los primeros acordes no eran exactamente iguales a los de la partitura. La melodía, lentamente se fue deformando por una escala pentatónica y unos acordes de séptima semidisminuida que sólo Cortázar sería capaz de describir y que no tenían nada que ver con el clasicismo. Llevó a Mozart al jazz, lo transformó, lo resucitó y lo despertó dos siglos y medio después, en ese bar, para mí.

Nueve años después, no sé nada de aquel chico. Por aquellos entonces, no había Facebook, y perdí el contacto con casi toda aquella gente. Ahora él tendrá veinticinco años y supongo que, al contrario que yo, será pianista. Lo más seguro es que no se acuerde nada de esto, pero aunque nunca lo sepa, consigue todavía que cada vez que lo recuerdo, se me dibuje una sonrisa.

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