Nos instan a encontrar al amor de nuestra vida, como si eso existiera. O mejor dicho, como si eso tuviera que existir para todo el mundo. No. Tendría que ir por otros derroteros: no quieras depender nunca de nadie excepto de ti, disfruta cada momento, sal con tus amigos, habla con ellos, lee, ve al cine, (son)ríe a carcajadas, date un capricho, come chocolate, bebe sin moderación de vez en cuando, escucha música y cierra los ojos, aprende todo lo que puedas, diviértete, cuida a la gente que quieres. Y si llega alguien con quien quieras compartir todo eso y la cama, pues mejor, pero no imprescindible. Y si no quiere, él se lo pierde, sin dramatizar.
Pero aun sabiendo todo esto, llegan esos momentos a la semana en los que te apetece ver una película debajo de una manta abrazada. Confesar secretos inconfesables y crear secretos nuevos. O que te despierten por la mañana con un beso. Un domingo de resaca compartido. Incluso simplemente echas de menos escuchar una canción y poder pensar en alguien en concreto y que se te ponga cara de tonta.
Y llega la culpabilidad, por pecar de débiles arrastradas por el concepto de amor romántico cuando tienes muy claro que es una invención del mundo moderno occidental y que tú estás por encima de esa "necesidad" disparatada.
Con un café en la mano una mañana de domingo sentada en un sofá en pijama. Y una amiga con otro café sentada en otro sofá también en pijama. El mismo sentimiento de culpabilidad.
Compartida es menos culpa. Y la necesidad ya no es necesaria.
Y esos momentos, únicos.
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