lunes, 17 de junio de 2013

Apadrina un filólogo

No hay nada mejor que una buena efe. Una efe bien fricativa, firmemente labiodental, una efe fabulosa que llene de fantasía nuestros mejores momentos. Los mejores besos son los furtivos. Lo fácil normalmente es lo adecuado y aunque pueda parecer feo, el amor no es más que un fluido que pasa de los ojos del amante a los de la amada (o eso decía Garcilaso). Ese fuego se puede manifestar mediante algo físico o simplemente ser una fata morgana. Pero siempre será fabuloso.

Los vascos repudiaban la f, y eso hizo que nos diera por cambiarlas por la aspiración primero y luego abandonarlas a su suerte y callarlas para siempre. Las efes iniciales han estado cerca de la extinción. Ya no son figos, sino higos. No hay farina en casi ningún pueblo, solo nos queda una insulsa harina. Pensadlo bien: la efe estuvo a punto de morir, y si no lo hizo (como sí que pasó con esas bonitas sibilantes) debió de ser por lo importante que es: una letra fantástica, puro frenesí, algo fascinante. 

Estando en la Ciudad Posnuclear, lo que eché de menos no fueron ni la e, ni la eñe; lo que eché de menos fue la efe. De la fruta y el fiambre, sí. De una buena fideguá, del frescor del mar. Del francés y la Física, de la familia en definitiva. Del folklore y las fugas en fa menor. De la Filología y los filólogos con sus filosofías. 

No hay que despreciar la efe. Es la letra más importante del abecedario, la única capaz de poner un final feliz.



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